El mar y Yo, mi infancia isleña y toda la honestidad de un niño para mi mismo.
Amigables lectores, sabréis perfectamente que suelo escribir de una forma bastante fantástica, quizás alejada de la realidad por mi imaginación, mis pasiones y por el profundo romanticismo que siento en cada bocanada de aire que tomo. A veces dolorosa resistencia de mi caja torácica, a veces dulce inspiración del mundo y sus bellezas. Así es la vida. Como sacudir el dulce polen de una flor sobre los océanos y creer firmemente en que estás llenando de vida la tierra. Son verdaderos actos de responsabilidad con uno mismo, el ver el mundo de una forma o de otra. Pero verlo.
Siempre hay partes de la realidad en lo que escribo, pequeños guiños, esbozos tomados entre sístoles y diástoles de las innumerables pulsiones de vida que llevo descargadas en este mundo. Siempre soy yo aunque parezca lo contrario; en cada texto imaginario, en cada fantasía y en cada expresión. Siempre soy yo. Humilde y sincero. Yo y mi circunstancia, que decía Ortega y Gasset.
Hoy el texto va a ser mas honesto si cabe. Así lo quiero, puro como el recuerdo que siento de la isla de mi infancia. Mallorca y el mar nuestro. Tierra, mar y cielo. Estoy seguro que allí he forjado lo que soy a base de amor y felicidad. Gracias.
Escribo esto con la honestidad de un niño feliz.
Mi vida ya giraba entorno al mar y el mar giraba en torno a mi vida. Mi niñez fue sensata, bella e isleña. Los recuerdos son cálidos y soleados. Son caricias, lo digo en serio.
Era un pequeño gran nadador. Un aprendiz de marino y de persona. El primer estilo que aprendí fue el estilo del delfín, que nos enseño a mi y a mi hermana un amigo mayor. Una de esas personas que pasan desapercibidas hasta que las valoras con la fuera de un volcán. El estilo del delfín me enseñó la técnica de la apnea, muy necesaria en tiempos modernos para no morirse de hastío. De febrero a octubre la playa estaba presente, el mar estaba presente todo el año. Nadaba en el mar y en la piscina. Nadador desde la mas tierna infancia y el agua como compañera de juegos.
Yo al principio pensaba que la isla se movía, que se balanceaba como si estuviese flotando. Creo que he llegado a andar haciendo eses mientras bajaba el Paseo Mallorca de camino al cole. Yo era un pequeño marino, vivía a bordo de un terrón flotante, capitaneado por los vientos y las estaciones, por las cosas que hacía y por las cosas que pasaban. Y la isla se movía.
Muchas veces salíamos a navegar en velero. Eran unos pequeños veleros con un solo palo, una cabina para cuatro personas y una eslora que no pasaría de los 8 m. Creo que se puede dar la vuelta al mundo en uno de esos barcos. Me encantaba llevar la caña en una buena ceñida, gritar -¡botavara!- para alertar a los tripulantes e izar el spinnaker. La bandera de España ya no me gustaba por aquel entonces. Yo quería que los barcos fuesen sin banderas. Así los navegantes deberían pararse a preguntar de donde vienes y a donde vas - ¿necesita algo? buen viaje!, Salud!- Mi padre siempre me dijo que una bandera era un trapo. Con todo, la tentación de izar una bandera pirata en lo mas alto y navegar a Sol naciente en busca de aventuras me proporcionaba un grado de excitación soberbio.
No soportaba en olor a gasoil que se respiraba dentro de la cabina. Me provocaba nauseas y mareos. Tenía un pequeño motor para navegar en puerto. Era lo único malo de aquellos barcos.
Mi padre ataba un cabo a popa y mi hermana y yo nos dejábamos arrastrar varios metros atrás, remolcados por la fuerza del barco y por ende, del viento. Si ibas desnudo, callado y sumergías la cabeza levantándola solamente para respirar, la sensación es lo más parecido que puede tener el ser humano a ser una marsopa. Recuerdo las risas de mi hermana, con el chaleco salvavidas puesto y la boca llena de sal.
Las aguas de la isla llegaban a ser deliciosas. Salíamos también a pescar en un pequeño bote llamado Rufus. Yo solo pescaba peces pequeños que llegamos a freír alguna vez, si llegaban a dar una talla decente. No se como se llamaban, eran planos y con una banda negra justo antes de la aleta caudal, el resto plateado.
Me encantaba bucear con las gafas, el tubo y las aletas. No salía del agua. En Cala Brava había todo un reino submarino que dominaba como si fuese mi casa. Ir a bucear a Sa Calobra eran palabras mayores. De las sensaciones más placenteras que he tenido nunca. Allí, la playa es de pequeñas piedrecitas redondeadas, el agua es totalmente cristalina. La playa está encañonada en plena Tramuntana, a causa de la erosión de un torrente de montaña. Solíamos estar muchas veces solos. Hacíamos un juego con las piedras animados por la impresionante capacidad creativa de mi madre para hacérnoslo pasar bien y educarnos al mismo tiempo. Las cogíamos a puñados y las lanzábamos al mar desde la playa. El ruido y el eco de las piedras al caer al agua era una música sencillamente, indescriptible. Recuerdo un día en que hicimos esto solos y el mar estaba como una balsa de aceite. Cuando uno entra en el territorio de los ruidos de la infancia, de los colores, de los sabores y de los olores, se acaban las palabras. Tengo ese eco en la garganta y en el corazón y los colores de aquella playa me acompañan en los sueños.
Cuando el mar se ponía bravo, lo sentía con toda su fuerza. Era capaz de entender lo que estaba pasando. Las olas me gustaban. En la isla había pocas. Una vez al año hacíamos un viaje o dos a Galicia. Las olas empecé a entenderlas aquí, en la playa de A Lanzada. Hoy por hoy creo que lo que más me gusta del mundo son las olas.
La isla no solo era mar, era tierra creyese yo que flotase o no. Era tierra y rocas, olivos centenarios, campos de amapolas y rebaños, montañas mágicas, cuevas de dragones, restos de los romanos, comida buena y buena gente. Las excursiones eran cotidianas. Los fines de semana comíamos de campo. Mis amigos eran los hijos e hijas de los amigos de mis padres y los amigos de mis padres, los padres de mis amigos y de los de mi hermana. El juego era continuo. No paré de jugar mientras viví en la isla. Y un niño que no para de jugar es un niño feliz.
Fui todo lo niño que pude ser, jugué libremente y sentí esa libertad. Libre para ser feliz.
Gracias.
Mi síndrome de Peter Pan en su sentido más anárquico es totalmente justificable. Y lo reivindico coño. Los síndromes están para tenerlos y ya puestos, disfrutarlos.
Creo que conocimos toda la isla. Toda.
Yo nací en un barco. Soy mallorquín de infancia y ciudadano del mundo de madurez.
Soy libre escribiendo.
¿Que más puedo esperar de un texto que me haga llorar mientras lo escribo?
Como curiosidad contaré que esta toalla es un fetiche de la isla, quizás mi primer artículo surfero. Me lo regalaron cuando ya llevaba en el mundo 5 o 6 años. Es una pequeña toalla de Snoopy que aún conservo. Es muy vieja ya. El dibujo ya está muy gastado. La sigo utilizando para la ducha. Pertenecía a un pequeño "kit" de piscina para niños, con su bolsita, su neceser, sus chanclas... con él iba a las clases de natación.
Podría tirarla ahora mismo a la basura, está vieja.
Yo no soy de esos que guardan recuerdos y les va la vida en ello.
Pero no la tiro.