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lunes, julio 17, 2006

"La ola perfecta"

La ola perfecta

cincuenta. (LEROY GR

A Peter Viertel, guionista de Hollywood, se le atribuye haber introducido el surf en la Europa continental en los cincuenta. Y el fotógrafo LeRoy Grannis documentó los inicios y los primeros héroes del deporte. Este reportaje junta la memoria y la pasión de dos pioneros en busca de la marea perfecta. Por Peter Viertel

PETER VIERTEL
EL PAIS SEMANAL - 16-07-2006

A Peter Viertel se le atribuye haber introducido el surf en la Europa continental en losANNIS)

Afirman los historiadores que el surf –cabalgar sobre las olas del mar en una tabla, un deporte de creciente popularidad en Occidente– tuvo su origen en Hawai hace cientos de años. En unas islas pobladas por nativos de piel morena que vivían felices al amparo de un benigno clima tropical, ocupados en hacer el amor y en otras actividades precisas para su supervivencia, los varones hawaianos, muy probablemente, se valían de troncos de árboles para deslizarse sobre las suaves olas que, con incomparable languidez, bañaban sus costas.

Algunos historiadores aún más románticos llegan a asegurar que una reina hawaiana cabalgó en cierta ocasión sobre las olas con los pechos desnudos, sugerente teoría ésta que nunca ha sido corroborada. ¿Y por qué no? ¿Acaso no se veían también de cuando en cuando surfistas en top less en la Côte Basque? No era sino un entretenimiento, o un deporte si se quiere, que les ayudaba a sobrellevar los cálidos días de sol de buena parte del año. ¡Hasta que llegó el hombre blanco!

En un principio vinieron los comerciantes, y después, cómo no, los turistas, una especie no menos peligrosa cuando se la introduce sin previo aviso en una sociedad primitiva. Los nativos no tardaron en darse cuenta que enseñarles a los invasores las provocativas danzas locales, el hula y demás bailes, podía reportarles dinero, como tampoco tardaron los varones más atléticos en comprender la rentabilidad de adiestrar a esos mismos turistas en el arte de deslizarse sobre las suaves olas. Con el tiempo, los carpinteros hawaianos refinaron enormemente aquellos troncos hasta convertirlos en objetos flotantes huecos, semejantes a una embarcación de cuatro metros de longitud y unos 25 kilos de peso. Una vez que se tenían las tablas en el agua no había problema, pero arrastrarlas desde la playa hasta el mar requería del físico de un Tarzán, poco frecuente entre los no isleños. Así, durante años, el hula fue el único bien cultural en exportarse de las islas, junto con piñas y cocos.

Un ingenioso yanqui descubrió que con un revestimiento de madera de balsa podía fabricarse una tabla de surf de unos 15 kilos, según su tamaño: una tabla que un robusto varón caucásico bien podría arrastrar por la arena caliente de la playa. En el sur de la California de los primeros años de mi juventud, beach boys, adultos y demás alardeaban de su peripecia en Malibú, que ya por entonces debía su fama a las gentes del cine, que residían en una colonia de casas alineadas a lo largo de su paseo marítimo.

En una cala cercana, las olas rompían con suavidad de izquierda a derecha, y, para sorpresa de todos, resultaban excelentes para la práctica del surf. La frialdad del agua disuadió a muchos famosos de iniciarse en tan duro deporte. El caso del actor Peter Lawford, que alcanzaría notoriedad tras casarse con una hermana del presidente Kennedy, es el único que me viene a la cabeza, aunque había entre los surfistas otros actores de menor renombre. Algunos de los retoños de esa “gente de Hollywood” se movían en los ambientes del surf, entre ellos mi joven amigo Richard Zanuck, hijo del que por entonces era mi jefe, Darryl Zanuck, ni más ni menos que el vicepresidente de la 20th-Century Fox.

Dickie, que así le llamaban, era algo bajito, aunque de complexión atlética. Había ido a Hawai, pero no pudo entregarse al surf hasta que se diseñó la tabla de madera de balsa con revestimiento de fibra de vidrio o, a la postre, la blank, de espuma de poliuretano. Una tabla de surf de tales características pesaba unos 12 kilos, dependiendo de su longitud, y a un joven de normal constitución con ganas de pillar unas cuantas olas no le suponía grandes esfuerzos transportarla desde la carretera de la costa hasta el mar y cubrir una distancia que no pasaba de los 100 metros. Gracias a esta innovación llegó Richard a ser un consumado surfista, un logro del que poco orgullosos estaban sus padres, pues el Malibu Inn, el bar y restaurante próximo a la cala de Malibú, era para muchos “un nido de serpientes” por la reputación de su clientela, que, aparte de coger olas, poco más hacía que tumbarse al sol, comer queso y beber vino tinto barato.

A mediados de la década de los cincuenta convencí a Darryl Zanuck de que adquiriera los derechos cinematográficos de Fiesta, la novela de Hemingway. Una vez finalizado el guión se envió una segunda unidad para filmar los sanfermines de Pamplona, escenario principal de la novela y de mi guión. A Dick Zanuck, tras completar sus estudios universitarios, su padre le asignó la tarea de acompañar a dicha unidad como parte de su formación básica en el séptimo arte, y también de sus vacaciones estivales. Yo le había comentado a Dick que había en Biarritz playas cuyas olas me parecían más que propias para el surf, y que, tras ir a Pamplona, podíamos pasar allí un par de semanas. Mi amigo se mostró de acuerdo conmigo y prometió iniciarme en una actividad que, según vaticinó, conseguiría apartarme de mi máquina de escribir más que el tenis, el esquí, las mujeres o ninguna otra cosa. Para asegurarse de que cumpliría su promesa ocultó dos tablas de surf en las cajas que contenían las cámaras del equipo de rodaje que nos precedería en nuestro viaje a Pamplona. Teníamos prevista una breve escala en Biarritz para estudiar las olas.

Dick y yo quedamos citados en el Hôtel du Palais, y después de tomar un temprano y fastuoso desayuno partimos para las playas; al cabo de un cuarto de hora, mi amigo me reafirmó en la opinión que tenía yo formada sobre las condiciones de la zona. Aquel mismo día viajamos hacia Pamplona, y allí se nos unió, de improviso, Zanuck, padre. Decidimos mantener en secreto nuestras planeadas vacaciones de surf, pero nuestras intenciones quedaron al descubierto cuando entre el equipo de filmación aparecieron las tablas. Nada más terminar su trabajo la segunda unidad, el que prometiera ser mi profesor de surf recibió orden de su padre de regresar a Los Ángeles; de un padre en absoluto acostumbrado a discutir con sus empleados, y menos con un hijo suyo. Tristes y decepcionados nos despedimos en el aeropuerto de Biarritz. De regreso al Hôtel du Palais me encontré con las dos tablas de surf. El mar de Biarritz tiene fama de ser peligroso; cuentan que muchos soldados alemanes se ahogaron en sus aguas durante la ocupación nazi de Francia. Hemingway me escribió para advertirme de que me anduviera con cuidado, en una nada frecuente concesión paternal en la que sólo una vez antes había incurrido: al enterarse de que me había comprado mi primer Porsche.

No tardé en descubrir que no le faltaba razón. En la mayoría de las playas de Biarritz, para ir al encuentro de las olas lo mejor era aguardar a que se presentara un día en calma y a que algún musculoso guide-baigneurs izara la bandera verde. Incluso entonces resultaba difícil remar hasta el rompiente de las olas, siguiendo las indicaciones del joven Zanuck. Los espectadores de la playa eran categóricos al afirmar que las olas de Biarritz eran diferentes de las de California o Hawai, y que eso de cabalgar sobre ellas no era un deporte que pudiera practicarse en el golfo de Vizcaya. Era yo, no obstante, por aquel entonces joven y tenaz. No tardaron en aparecer por allí unos muchachos vascos y un par de australianos que supieron qué hacer con mis tablas, y a la postre se demostró que yo llevaba razón. Las olas que bañaban las playas de Bayona y de Biarritz eran tan aptas, si no más, para la práctica del surf como las del sur de California.

El agua estaba más fría que en Hawai, en donde la temperatura era similar a la de Santa Mónica, y la resaca del Atlántico era aún más traicionera; no estaba la costa vasca precisamente bendecida por vientos cálidos tan seductores. No era aquél el paraíso de un surfista, aunque tampoco distaba tanto de serlo. Antes de finalizar ese primer verano constituíamos ya un grupo formidable de adictos, de atléticos jóvenes de París, Las Landas y las playas vecinas del norte de España. Y aun así, las autoridades locales seguían sin convencerse.

La aduana exigía pagos exorbitantes para formalizar la importación de mis tablas de surf. La policía, a la que pertenecían los guides-baigneurs, insistía en que obedeciéramos las indicaciones de las banderas que señalizaban el peligro en todas las playas cercanas. Recuerdo que un día, en particular tormentoso, un joven surfista australiano se adentró en el mar con su tabla, y que la policía llegó de inmediato con un grupo de guides-baigneurs, ninguno de los cuales estaba preparado para lanzarse al agua y detenerle. El australiano, que ni tan siquiera contaba con un traje de neopreno, se dio a sus juegos entre las olas más lejanas hasta lograr que la policía desistiera de su intento y le dejara a su suerte.

Dos de aquellos pioneros, Michel Barland y un joven llamado Roche, empezaron a fabricar tablas de surf, y el nuevo deporte fue adquiriendo una cada vez mayor popularidad. Se fundaron clubes y se organizaron campeonatos. En ninguno llegué a participar; nunca fui del todo un experto, y un cierto temor me hacía abstenerme de salir los días en que las olas superaban el metro de altura. Me contentaba con divertirme sin correr grandes riesgos, aunque en una ocasión un amigo hubo de ayudarme a salir del agua.

Mi mujer y mi familia se vieron por mí obligadas a viajar con una tabla de tres metros con su correspondiente funda de lona, un equipaje que no estaba precisamente bien visto por los empleados de las aerolíneas o por los maleteros del tren de aquel entonces. Hice surf en Hawai, Australia y México, y en California a mi regreso. Nunca fue para mí del todo una forma de vida, como ocurrió con algunos de mis amigos más jóvenes de Francia, España y California. Aún habría de pasar buena parte de mi tiempo ante la máquina de escribir. Pese a que no llegué a ser más que un surfista vacacional, sí que contribuí a difundir la fe. Mi entusiasmo resultó contagioso. Y cuando hoy regreso a Biarritz me asombra y alegra ver cómo mi deporte preferido logra mantenerse frente al windsurf, el kitesurf y, cómo no, el golf, ese juego para masoquistas que en nada beneficia al cuerpo o a la mente. Un golfista, o un tenista, salvo en muy escasos instantes, jamás experimenta el sensual placer del que un surfista disfruta al deslizarse por la cara de una ola azul. Es como obtener una recompensa especial tras un esfuerzo físico, difícil de describir sin adentrarnos en territorios propios de la pornografía blanda. En nuestra cultura materialista, dominada por máquinas y artilugios, el surf constituye hoy una subcultura, una mística, una suerte de vínculo juvenil con la naturaleza. Cuanto un surfista necesita es cera para que resbale menos la tabla mojada, un traje de neopreno y, huelga que lo diga, olas. También precisa de un coche para llegar a la playa, una baca para la tabla, un saco de dormir, dinero para comprar comida, bebida y crema para el sol… Pero nada es nunca tan simple como parece al principio; luego, claro está, afloran en el cuerpo y el alma humanos otros apetitos. Recuerdo haber visto, al volver a casa temprano una mañana, tras dejar a mi mujer en el estudio de cine donde trabajaba, un enorme graffiti, pintado en letras negras sobre la blanca fachada de una casa de Malibú, que decía: “¡Rezad por el surf!”. Debajo, en letras rojas de mayor tamaño, un gracioso había añadido: “¡Rezad por el sexo! ¡Ocasiones para el surf nunca faltan!”. l

Traducción de Carmen Acuña Partal

y Marcos Rodríguez Espinosa.

‘LeRoy Grannis. Surf photography of the 1960s and 1970s’ está editado por Taschen en una tirada limitada a 1.000 copias para todo el mundo.

La mirada de salitre

Por Iker Seisdedos

LeRoy Grannis se subió por primera vez a una tabla en 1931, a los 14 años. Dos después de que Tom Blake, pionero de la fotografía surfera, construyese para su cámara Graflex una caja resistente al agua para fotografíar en Hawai y desde su tabla a otros jinetes de las olas. Cuando, en 1959, LeRoy, el padre de familia, comenzó a tomar las soleadas imágenes que se recopilan en el libro era un veterano surfista apodado Granny que emprendía, en el momento justo y en el sitio adecuado, una senda que habían abierto otros. Cuenta Steve Barilotti en el prólogo del libro que la fotografía era para Grannis un hobby, y la California de los sesenta, el lugar en el que un puñado de jóvenes con enormes tablas iba a revolucionar un deporte de tradición hawaiana. Armado con una Pentax-S corroída por el salitre, Grannis, ya convertido en un trabajador de plantilla de la revista International Surfing (entre 1964 y 1971), nadó detrás de los primeros campeones para recoger sus logros, a menudo ayudado por ingenios subacuáticos inventados por Jacques Cousteau. Su trípode oxidado y su ceño fruncido eran sus señas de identidad. Y no sólo se interesó por lo estrictamente deportivo. También retrató a las novias de los chicos y el ambiente de las competiciones, y se dedicó a la publicidad relacionada con el surf, y contribuyó a hacer masiva una estética que hoy se ha convertido en un negocio millonario.


Sacado de www.elpais.es. Texto de Peter Viertel (El País Semanal 16-07-06)

Fotos de Leroy Grannis



2 comentarios:

Anónimo dijo...

la tirada limitada, nos e cuantos quedaran, salia a 400 dolares mas tasas. afortunadamente creo q tardara un par de meses en salir pero que hay una tirada, edicion no limitada y sin firmar por unso 60 pavos...como mas de coleccion pero para algun bolsillo mas.
Grannis es buenisimo, parece q ahora e=con este libro encima es la hostia..pero tiene muchos mas q he ojeado x ahi impresionantes.
un saludo de lunes

Solana

iago dijo...

bueno, ya sabes... vosotros lo teneis facil porque allí será más facil de conseguir y leeis inglés perfectamente pero para encontrar el librito aquí y en castellano será imposible... como con el de M. Dora.

tambien me pasó con uno que editaron no hace mucho tiempo (Amor por el mar, de Chris Ahrens), de historias y cuentos cortos sobre surf y no hay manera de conseguirlo y la editorial (Ala Moana, de Sitges), para colmo, cerró.-->así que si alguien sabe como conseguirlo que lo diga, si us plau